Cuentan en “Asterix” que su compañero de aventuras“Obelix”debía su fuerza descomunal a una caída accidental, de pequeño, en la marmita del druida “Panoramix”donde éste fabricaba un caldo mágico para fortalecer a los guerreros galos. Pues a pesar de ser mayor me pasó algo parecido este año.
En enero mi esposa y yo teníamos ya los billetes de avión para salir el martes 22 a la Patagonia. A principios de mes, me enfermé en serio con cama, antibióticos y toda la caterva de medicinas que recetan hoy los descendientes de Hipócrates. Una semana antes de marchar no había mejorado. EL termómetro medical no quería saber nada, mis familiares tenían cara de entierro, me querían ingresar, formulaban las hipótesis más insensatas, que no era gripe intestinal, que me tenían que investigar todo el tubo digestivo a ver si no había gato escondido y eso cuando yo no comía nada. Daban como tope para anular el viaje el sábado 19. Aquel día creo que hice la vista gorda al mirar el termómetro, uno de esos termómetros, de los antiguos y no de los modernos que se ponen en la frente, salvo alguna equivocación. Me levanté desayuné sin hambre y con una doble ración de aspirina a escondidas. Luego fui a preparar mi gran bolso de viaje. Y así, mal que bien, aguanté hasta el 22.
Ya dentro del avión me sentí un poco mejor. Dormí como nunca y me desperté en Buenos Aires notando los primeros efecto benéficos del verano austral. Cogimos el segundo avión y llegamos a la Patagonia donde soplaba ese viento tan sutil que te atraviesa y te desinfecta todo el cuerpo. Me limpié la tripa con abundante cerveza argentina y algunos días bastaron para recobrar mis energías. No tuve más explicación que la de aceptar que me había caído en el caldo mágico de la Patagonia que a mí no me dio más fuerzas, como en el caso de Obelix sino una recuperación de salud rápida, considerada imposible una semana antes.
Esta era la buena noticia. Desgraciadamente hubo otra menos positiva. Fue que la pesca estaba todavía más floja que el año anterior. Saqué mis primeras truchas con cierta facilidad porque conozco el río y elijo mis tramos en función del nivel de agua pero la cosa iba para menos. Antes, al navegar lentamente con el bote, siempre se veía algún pez que se escabullaba entre las ovas verdes. Desgraciadamente el alga que se está apoderando del Futaleufú no es el alga natural sino la famosa didymosphenia geminata sencillamente llamada Didymo. Es un alga invasora que se multiplica asombrosamente sin que se haya encontrado hasta ahora una solución para erradicarla. La opinión corriente es que no hay nada que hacer, opinión fatalista que detiene cualquier forma de acción e investigación. Todos los progresos de la humanidad se deben a descubrimientos inesperados como, por ejemplo, la penicilina cuando se pensaba que contra la tuberculosis no había nada que hacer.
Didymo no mata los peces pero tapizando los fondos mata el alimento de los peces. Y para colmo supe de los mismos guardarríos que cuando se abrió la temporada hubo un tremendo furtivismo con gente que pescaba hasta de noche a cucharilla. La causa sería la crisis económica. Se mataban truchas para venderlas y los “clientes” pedían más las farios que las arco iris por eso quizás no saqué más que una “marrón” este año.
Ahora a finales de febrero quedan algunas truchas que se salvaron sobre todo en los hondos remolinos difíciles de furtivear pero estoy muy preocupado por el porvenir del Futaleufú, un río tan enorme, tan ancho, tan largo y con tantos pozones que nunca hubiera pensado que un día, entre la locura de los hombres y una calamidad natural, entraría en recesión con muy pocas esperanzas de salvarse.
Así y todo hay algo típicamente argentino, algo que viene a veces a solucionar situaciones desesperadas, lo que suelo llamar “el milagro argentino”. No me queda más remedio que confiar en él rezando para que un nuevo “Panoramix” descubra un caldo mágico para fortalecer el río y sus habitantes.
gR –feb. 2013--